Esta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo y acaba
con un lago que permanece inmóvil en una jornada de viento. El hombre se llama
Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Se podría decir que es una historia de
amor. Pero si solamente fuera eso, no habría valido la pena contarla. En ella
están entremezclados deseos, y dolores, que se sabe muy bien lo que son , pero
que no tienen un nombre exacto que los designe. Y, en todo caso, ese nombre no
es amor. (Esto es algo muy antiguo. Cuando no se tiene un nombre para decir las
cosas, entonces se utilizan historias. Así funciona. Desde hace siglos.
Todas las historias
tienen una música propia. Esta tiene una música blanca. Es importante decirlo
porque la música blanca es una música extraña, a veces te desconcierta: se
ejecuta suavemente y se baila lentamente. Cuando la ejecutan bien es como oír
el silencio y a los que la bailan estupendamente se les mira y parecen
inmóviles. La música blanca es algo rematadamente difícil.
No hay mucho más que
añadir. Quizá lo mejor sea aclarar que se trata de una historia decimonónica:
lo justo para que nadie se espere aviones, lavadoras o psicoanalistas. No los
hay. Quizá en otra ocasión.
Los hombres orientales, para honrar la
fidelidad de sus amantes, no solían regalarle joyas, sino pájaros refinados y
bellísimos.
Nunca se recuerdan los
porqués.
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