LA MARCA DEL
MERIDIANO.
Lorenzo Silva.
En una sociedad
envilecida por el dinero sucio y la explotación de las personas, todavía el
amor puede ablandar a las fieras.
Un guardia civil
retirado aparece colgado de un puente, asesinado de manera humillante. A partir
de ese momento, la investigación que ha de llevar a cabo su viejo amigo y
discípulo, el brigada Bevilacqua, abrirá la caja de Pandora: corrupción
policial. Delincuentes sin escrúpulos y un hombre quijotesco que buscará en el
deber y el amor imposible la redención de una vida fracturada.
Ambientada en la Catalunya actual, esta absorbente novela policíaca de
Lorenzo Silva, maestro indiscutible del género, se adentra más allá de los
hechos y presenta un sólido retrato del ser humano ante la duda moral, el
combate interior y las decisiones equivocadas.
·
Nada hay
más congruente con nuestra naturaleza que buscar la comunión profunda con otro
ser humano y la irracionalidad más absoluta, porque nada como el amor sabe
vincularnos a quien nos resulta ajeno, o inalcanzable, o a quien perdimos
irremisible o incluso necesariamente.
·
De un
jefe, no me molesta la exigencia, pero sí la cobardía.
·
Aunque te
partan por la mitad, siempre hay tiempo para pegar los trozos.
·
Lo que en
el pasado era inconsciencia, ahora era una conciencia precisa de lo malas que
pueden llegar a ser las cartas que a uno le reparte el destino, y la
certidumbre, de que aun con las peores siempre hay modo de jugar la partida.
·
Hay tres
tipos de personas. Las que tienen tanto como para que nunca nadie las obligue a
responder, las que tienen tan poco que ya no les importa perder más, y el
resto.
·
Nosotros
no nos podemos corromper. Si nos corrompemos nosotros el barco se va a pique.
No importa tanto que robe un ministro. Esa gente no es la que hace funcionar al
mundo, por dañina y repugnante que resulta su conducta. Pero si nos pringamos
nosotros, el daño da allí donde más duele: echamos abajo la confianza de la
gente, le abrimos camino al que no debe tenerlo, perjudicamos al que hemos de
proteger, y la partida se convierte en una bufonada triste y miserable. No
podemos ser cómplices del derribo. Que ese tanto se lo apunte otro.
Ningún
hombre que se muera sin haber llorado alguna vez frente al mar puede decir que
ha vivi
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